Hijos de la Tierra
Tierra de las cuevas pintadas
Author

(Auel, 2020, pp. 545-547)

Agradecimientos

La publicación de un libro no es obra exclusiva del autor. éste recibe ayuda de diversas fuentes por diferentes conductos. Pero algunas contribuciones para mi obra han venido de gente a quien nunca he conocido y a la que probablemente nunca conoceré. A pesar de ello, estoy agradecida a los habitantes de la ciudad de Portland y del condado de Multonomah, Oregón, cuyos impuestos sostienen la biblioteca del Multonomah Country; sin los libros de consulta que encontré allí no podría haber escrito este libro.

También doy las gracias a los arqueólogos, antropólogos y demás especialistas que escribieron los libros en los que he recogido la mayor parte de la información para utilizarla como telón de fondo y como encuadre de esta novela.

Muchas personas me ayudaron más directamente; entre ellas deseo dar las gracias especialmente a:

Gin DeCamp, la primera en escuchar la idea de mi historia, una amiga cuando más falta me hacía, que leyó un enorme manuscrito con entusiasmo y sin dejar pasar un error, y quien esculpió un símbolo para la serie. John DeCamp, amigo y colega escritor, buen conocedor de la agonía y el éxtasis, y que tenía sentido de la oportunidad para llamar exactamente cuando yo necesitaba hablar con alguien. Karen Auel, que alentó a su madre más de lo que imaginaba, porque reía y lloraba cuando se suponía que debía hacerlo, aunque sólo se trataba de un primer esbozo.

Cathy Humble, a quién solicité el favor más grande que se le puede pedir a una amiga —una crítica sincera— porque valoraba su sentido de las palabras. Hizo lo imposible: su crítica fue a la vez sabia y amable. Deannna Sterett, porque se dejó prender en la trama de la historia y sabía lo suficiente de cacerías para señalar algunos descuidos. Lana Elmer, que escuchó con una atención incansable horas enteras de disertación y qué, aun así, gustó de la historia. Anna Bacus, que me brindó su excepcional sentido de la percepción y su dominio de la ortografía.

No todas mis investigaciones se llevaron a cabo en bibliotecas. Mi esposo y yo hicimos muchas excursiones de campo para conocer directamente diversos aspectos de la vida en contacto con la naturaleza. En cuanto a la experiencia directa, debo dar las gracias especialmente a Frank Heyl, experto en supervivencia en el Ártico, del Museo de Ciencia e Industria de Oregón, quien me enseñó a hacerme la cama en una choza de nieve y se aseguró de que me acostaba en ella. Sobreviví a aquella fría noche de enero sobre las faldas del Monte Hood. Aprendí muchísimo más acerca de la supervivencia con el señor Heyl, junto a quien declaro estar dispuesta a pasar la próxima Era Glacial.

Estoy en deuda con Andy Van’t Hul por haber compartido conmigo sus conocimientos especiales sobre la forma de vivir en el entorno natural. Me enseñó a encender un fuego sin cerillas, a hacer hachas de piedra, a trenzar fibras vegetales y tejer espuertas con tendones y tiras de cuero, y cómo tallar mi propia hacha de piedra capaz de cortar el cuero como si fuera mantequilla.

Una gratitud inmensa siento para con Jean Naggar, una agente literaria tan buena que convirtió mis fantasías increíbles en realidad, y las mejoró. Y para con Carole Baron, mi aguda, sensible y astuta editora, que creyó en la realidad, se apoderó de mi mejor esfuerzo y lo perfeccionó.

Finalmente, hay dos individuos que no tenían la menor idea de que me estaban ayudando y, sin embargo, su ayuda fue inestimable. He llegado a conocer a uno de ellos, pero la primera vez que oí hablar al escritor y maestro Don James acerca de cómo se escribe una novela, él no sabía que se estaba dirigiendo directamente a mí: creía estar hablando a todo un grupo. Las palabras que decía eran precisamente las que yo necesitaba oír. Don James no lo sabía, pero tal vez nunca se habría terminado este libro de no haber sido por él.

El otro es un hombre al que sólo conozco por su libro: Ralph S. Solecki, autor de Shanidar. La historia de sus excavaciones en la Cueva Shanidar y su descubrimiento de varios esqueletos del hombre de neandertal me impresionaron profundamente. Me ofreció una perspectiva del hombre prehistórico de las cavernas que de otra manera tal vez nunca hubiera tenido, así como una mejor comprensión del significado de «humanidad». Pero aquí hago algo más que dar las gracias al profesor Solecki: debo pedirle perdón por un ejemplo de licencia literaria que me he tomado respecto a los hechos, en beneficio de mi historia. En la vida real, fue un neandertal quien puso flores sobre la tumba.